miércoles, 16 de noviembre de 2011

Un cuento de Mey, Luis Mey



Mey se acerca, y sus libros ya están yendo y viniendo por La Rioja. Sus cuentos andan por ahí también, en Facebook y en otros sitios. A nosotros nos gustó este para hoy, y se lo robamos. Que lo disfruten.












El tiempo que queda para entendernos
de Luis Mey

La mañana de su décimo sexto cumpleaños comenzó como el anterior: sin torta, sin regalos, confundido –superando aquello la circunstancia de la edad– y sorprendido. Su madre, Silvina, lo despertó con agua sobre la cara. Apoyadita. Era igual que tirarla, pero no. Duraba más el vaso.

–A la antigua –le dijo.

Eran las diez de la mañana. Sol. Perros que peleaban. Alguien que pedía silencio más allá de la medianera. Le vació hasta la última gota.

–¿Pasó algo? –Juan, atento al miedo de todos los días, se secó la cara con la sábana y se levantó. Mientras antes terminara el suceso, más rápido podría ser menos infeliz, pensaba.

–Andá a hacer mandados. Tomá la lista. Al jamón, miralo. La verdura, y hacelo, decile que es para mí, que sino te caga el boliviano.

–Sí, ma.

–Y –aquí la sorpresa para Juan–, por favor, no me compres toallitas.

Eso terminó de despertarlo. Ni siquiera se animó a tomar el desayuno. Fue directo en busca de su patineta y no la encontró.

–Ma, ¿dónde está mi patineta?

–La rompí. Ya es tiempo de que te comportes como el hombre de la casa. Si no te gusta, te podés ir con tu padre, si es que lo encontrás. Andá a hacer las compras, carajo. Son más de las diez.

Juan se peinó con la vergüenza de siempre: dieciséis años y entradas por toda la cabeza. La chica del sábado que le rompió el corazón le había dicho a su amigo: me gusta el pelado. Y él, de ningún modo, se sentía pelado. Más tarde, la chica que le rompió el corazón le dijo a Juan, después de besarlo un rato: me gusta tu amigo. Y se fue con el amigo.

–¿Puedo comprar mayonesa?

–Hacé lo que quieras, si te alcanza. Si no te alcanza, lo llamás a tu padre y le pedís más plata. Si lo encontrás. Fijate en Brasil, capaz. Le gustaban las negras… No es problema mío. Ya sos un hombre. Fijate. Al fin y al cabo, ¿Qué soy? ¿La boluda?

Se puso la campera y salió. Había creído que era un día soleado, pero una nube pasó como un colectivo secuestrado y le bañó la cara con el viento de agosto y el agua de Santa Rosa. Dio unos pasos, entró en su casa y tocó la puerta.

–Pasá –dijo su madre–. Agarrá el paraguas.

Su hermana Guillermina, de once años, chillaba desde el fondo de la casa.

–Ahí la tenés a la otra. Andá.

–¡Ma! ¡Ayuda! ¡Ayuda, urgente!

Pero corrieron los dos. Juan quiso entrar primero pero Silvina lo agarró de los pelos.

–¡Es el cuarto de una señorita!

Juan se quedó tocándose la cabeza. Le aterró la idea de que el pelo arrancado por su madre no volviera a crecer. Ya no había, desde la separación –nueve años y seis meses–, fotos del padre. Desconocía si él, tal vez, había perdido el pelo y si le esperaba el mismo destino.

–Escuchame –dijo Silvina unos minutos después. Salió pálida del cuarto de su hija.

–Me lastimaste la cabeza…

–Hacete hombre de una vez. Mirá: sí, comprá toallitas. Cómo será…

–Me dijiste que no compre…

–¡Bueno, comprá! ¿Sos tarado o estúpido?

–Me gustaría una tercera opción…

–¡Te voy a dar! Hoy te ponés a buscar trabajo –ordenó.

Juan salió corriendo al mercadito de la vuelta. El paraguas roto le marcó el camino del agua hasta su espalda; cuando lo dio vuelta, hacia sus pies. Feliz cumple, se dijo. Y, después de saludar al boliviano de la verdulería de al lado, entró en lo del tano.

–Hola –y le entregó la listita de la madre.

–¿Doscientos de jamón dice acá? –preguntó la mujer del tano, con sus setenta años, atendiendo siempre con la misma falta de visión.

–Sí. Lo de siempre.

–¿Tu viejo? –preguntó.

–Bien. Ahí anda.

La madre, claro, nunca había contado la ida del padre. Y si alguien se llegaba a enterar, Juan sería el culpable de mudarse sin aviso del barrio. Pensaba en dónde estaría su padre, por qué nunca hablaban del suceso –ni siquiera lo había visto partir, y su hermana apenas lo conocía, apenas tenía un recuerdo de una canción de cuna muy particular sobre un oso borracho que cazaba mariposas–, cuando entró el señor Morabia, su vecino.

–Juan –saludó.

–Buen día, señor Morabia.

La señora le juntó el pedido de la lista a Juan y se lanzó sobre el señor Morabia. Juan, que siempre recibía afecto de parte de la señora del mercadito, se quedó esperando el saludo. Pero no hubo, y tuvo que escuchar lo siguiente:

–¿Cómo está la nena?

–Ya está en casa. La estamos disfrutando el resto que le quede.

–Cualquier cosa, Morabia…

–Estamos bien. Ella está contenta. Es raro todo…

–Me siento tan impotente… Todos la vimos crecer…

Se quedaron parados y miraron, entonces, a Juan, que ahí estaba: quieto, petrificado.

–Andá, Juancito. Andá, querido. ¿Faltó algo?

Juan miró la bolsa y el vuelto.

–Mayonesa y toallitas.

Le tiró un paquete de cada cosa en la bolsa y lo empujó a irse. Tenía que hablar de ciertas cosas con el señor Morabia quien, al paso, le revolvió los pelos y le dejó el saludo de siempre: que Dios te bendiga. Cuando volvió y dejó las cosas, la madre vació la bolsa sobre la mesa y corrió al cuarto de la hermana con el paquete de toallitas.

–¡Guillermina! Te voy a enseñar…

–¿Ahora me vas a enseñar…? –reclamó la nena.

–No le grites a tu madre. Escuchame bien que es una boludez. Ya sos una mujer, che.

Su hermana lloraba y su madre, temblando nerviosa, cerró con un portazo. La nota aguda en sus oídos le recordó a Juan que tenía todo el día por delante y, si tenía suerte, su madre no se acordaría de hacerlo buscar trabajo. Salió al jardín para saludar a su perro y lo encontró mordiendo una rueda de su vieja patineta. Le quitó un cigarrillo a su madre y corrió a su habitación. Era su primer cigarrillo. Estaba dispuesto a hacerse hombre.

Cuando el señor Morabia volvió a su casa, su esposa, Leticia, lo tomó del brazo en la puerta, asustada y apurada y lo arrastró hasta la cocina.

–Ricardo, recemos. Te lo pido.

–Leticia, ¿qué pasó? No me digas…

–No. Está bien. Pero no subas. No te puedo contar lo que la encontré…

–¿Pero está bien?

–¡Sí! Está bien. Muy bien. Pero recemos.

–¿Qué pasó?

–¡Dame un padrenuestro, nada más, carajo!

–Está bien.

Rezaron un padrenuestro tomados de la mano y después Ricardo insistió.

–No me asustes más así. Decime qué viste.

–Cosas de chicas. Chicas de ahora. La agarré… Y yo que subí con la sopa y las pastillas y se me fue todo al piso. ¡Y ella como si nada, Ricardo!

–No quiero saber. Pero ya me dijiste…

–Y otra cosa…

–Sí, mi amor.

–Hoy ovulo. ¿Qué hacemos?

–Ya te dije. Es… enfermo… con Soledad como está…

–No me quedan muchos años, te ruego…

–No me pidas…

Soledad gritó desde su cuarto. Corrieron los dos nerviosos –los últimos seis meses habían sido iguales, corriendo, llorando y corriendo más, preparados para recibir noticias, pero nunca preparados para masticarlas– y subieron trastabillando la escalera que alguna vez había estado encerada y hacía patinar a cualquier desprevenido.

–Papá, mamá…

–Nena…

–Mamá. Ya viste. Perdón por el susto.

–Te perdono. Vos rezá. Haceme el favor.

–No voy a rezar. Decidí hacerles un pedido. Quizá el último pedido. Uno mío. Y lo quiero.

–Decinos. Lo que quieras…

Lo dijo, la madre se desmayó y el padre escupió: “Justo a Juan, mirá vos: hoy lo vi en lo de los tanos”.

Sonó el teléfono y Silvina le pidió a los gritos que atienda. Juan bajó corriendo.

–¿Juan? –preguntó una voz.

–Sí. ¿Quién habla? Mi mamá está ocupada –dijo. La voz se rió.

–Juan, soy tu padre. Llamaba para desearte feliz cumpleaños.

Juan empezó a llorar mudo.

–Gracias, pa –intentó ser natural, pero le dolió solamente intentarlo y que saliera su llanto en un tubo de teléfono.

–Estoy cerca, ¿sabés? Bah, a un par de horas. Ojalá tengas ganas de verme, ¿sabés? Ahora puedo ir. Ya me lo dijo el abogado. Tu madre no me puede impedir más verlos a ustedes. Me gustaría que atiendas vos cuando suene, ¿sabés?

–Sí, papá.

Su madre, de repente, agarró el teléfono. Le pegó un manotazo que le dejó la oreja rosa por un par de días. Cubriendo el auricular, le dijo a Juan:

–¿Es tu padre? Andá para allá.

–No.

–¡Andá para allá!

Lo insultó, le reclamó, se calmó y, de repente, se enfureció un segundo, o menos, y entonces se puso a llorar a gritos y a decirle que no era cierto, no ahora. Le dijo que su hija, justo ese día, ya podía ser madre, si quería. Y que, casi como si lo hubiera calculado, ella, Silvina, ya no podría. Podría adoptar los que dejaste tirados por el mundo, sugirió, y se rió y lo insultó y volvió a llorar.

–Tomá. Hablá con tu padre. Recordale la deuda.

–Papá, hola. Me dice mamá que te recuerde la deuda.

–Hola, Juan –y se rió–. Dejá que en eso estoy en regla, ella lo sabe. ‘Cuchame: vas a tener un hermanito. Uno de estos días te llamo y arreglamos y te cuento. Vamos, Juancito, eh. Sos un hombre.

–Sí, hoy empecé a fumar.

El padre dijo algunas cosas, confundido, y cortaron.

–¿Viste? Vas a ser tío, casi. Un hermanito chiquitito ahora que sos grande. Y yo, justito, hoy ya sé que no… Y tu hermana, justito, también…

–No entiendo…

Sonó el timbre. La madre miró por la ventana del costado y vio parado y rascándose la cabeza a su vecino, el santurrón, el señor Morabia.

–Es tu vecino. No sé qué quiere. Traeme una servilleta que me limpio la cara. Es por culpa de él, para que sepas, que no puedo hablar de mi separación. Por iglesiero, para que no me digan la divorciada. Esos son así…

Le alcanzó el repasador sucio de la cocina y Silvina se lo pasó por la cara. Pensó en voz alta, respiró profundo, abrió el cajón de living y revolvió hasta encontrar una caja rota con maquillaje. Juan siempre descubría maquillaje viejo por toda la casa.

–Te quedás acá adentro –ordenó. Y salió–. Señor Morabia, ¿lo puedo ayudar en algo?

–No quiero interrumpir sus tareas, Silvina…

–¡No! No, para nada. ¿Quiere pasar?

Juan conocía a su madre y entendía que aquello había sido una pregunta retórica, pero el señor Morabia comentó que era justo lo que necesitaba. Era un tema sensible, avisó. Pasó y Silvina, apurada, levantó las cortinas siempre bajas, arregló la mesa ratona y mandó a Juan a sacar las tazas de té. Juan encontró una taza de Superman y otra de Hello Kitty. Esas eran las tazas de té, al menos para él. Su madre se acercó y vio la tarea.

–¿Sos tarado o estúpido?

–Me dijiste…

La madre chistó y sacó el otro juego de tazas. Se acercó al vecino y se quedaron conversando. Juan tomó otro cigarrillo y, entre pitadas en el jardín, le quemó las garrapatas con la brasa a su perro que, furioso, le arrancó parte de su pulóver favorito con el segundo tarascón.

Al rato, la madre lo llamó.

–Juan. Hoy es un día… complicado… Sentate. Tenemos que hablar. Yo te avisé: hoy te hacés hombre, te guste o no.

–¿Y el señor Morabia?

–Ya lo vas a ver.

En la casa de al lado, mientras tanto, Morabia subía las escaleras para hablar con su hija. La madre seguía atacada. Había tomado unas pastillas, pero aún no hacían efecto. No quiso, de todos modos, moverse de su cama. Su hija enferma ya no podía ser la prioridad: a no ser, gritaba, que quisiera que se fuera con ella.

–Hablé con la madre, corazón –dijo el padre.

–Lo que quiero saber, papá, es si me entendiste.

–No entiendo nada. Quiero creer que es tu vida.

–Tengo catorce años, papá. Y… si tuviera más tiempo.

–Eso es lo que me cuesta entender.

La abrazó y lloró. Su madre lloraba, también. Lejos. En otro cuarto. Pero lejos.

–Yo la entiendo a mamá, pa.

–Yo no. Pero nos queda tiempo para entendernos. A vos no.

–Y que sea así de religiosa…

–Ya se le va a pasar.

–Dale otro hijo, pa. Todavía pueden. Yo los escuché.

El padre la miró y volvió a llorar.

Su amigo del colegio –que había dejado pocos meses atrás– lo llamó a primera hora de la tarde. Volvía a llover. Volvía a parar. Se mantuvo nublado siempre que paró. Así habían sido todos sus cumpleaños.

–¿Y qué te regalaron, pibe?

–Nada. Te tengo que contar algo.

–Contá. A ver si pasa algo interesante en tu puta vida.

–Hoy la pongo.

–¿Cómo sabés? ¿Vas a una puta?

–No. Mirá. No entiendo. Vino el vecino. Tiene una hija de catorce años. Se sentó con mi vieja y le pidió que la hiciera debutar. Así de fácil.

–¿Cuál es la trampa?

–Ninguna. Y está buenísima.

–Claro. Ninguna…

–¡Ninguna! Voy, subo, la pongo y me vuelvo.

–¿Y eso?

–Hoy. A las siete.

–¿Te vas a aguantar la paja?

–No sé.

Morabia le había contado a la madre de Juan. La madre de Juan sintió un profundo vuelco en su corazón y decidió no contarle a su hijo la razón del pedido de su vecino. Lo mandó y volvió a bajar las cortinas, como antes, como siempre. Ahora tenía que pensar en su instante: su hija menor empezaba a usar toallitas justo en ese tiempo, justo cuando ella dejaba de usarlas. Y su ex marido iba a ser padre. Podía hablar con el abogado, sólo que, entre visiones de lo suyo, al lado –inevitablemente– una chica de catorce años estaba muriéndose. Tiró el paquete de toallitas contra la pared. Lo vio rebotar, caer al piso y picar un par de veces. Pensó en reventar la tasa de Hello Kitty, pero tenía menos sentido que todo lo que había hecho hasta ese día. A la hora señalada, mandó a su hijo a la casa del vecino. Juan fue. Ella se quedó fumando sin pensar en la comida para la cena. No tenía sentido.

Por la noche, Juan llamó a su amigo nuevamente.

–¿Y? –preguntó el amigo.

–La puse.

–¿En serio? Hijo de puta. ¿Cómo fue?

–Nada. Llegué, hablé con los padres, después con la piba, cerramos la puerta y ella, te juro, casi hizo todo sola.

–¿Y ahora? ¿Te la vas a seguir cogiendo?

–No. Creo que se está muriendo –susurró–, pero nadie me lo quiso decir.

–¿No tiene catorce años? Mierda…

–Sí. Mejor que no me lo dijeron. Sino me iban a pedir… no sé… alguna reflexión.

–Pero la pusiste…

–Sí. Es lo importante, ¿no? Y me llamó mi viejo hoy.

–¿Tu viejo? ¿Apareció?

–Sí. Le voy a pedir guita cuando lo vea.

–Plata, garche…

–Todo junto. Che, pará… escucho gritos de la casa de al lado.

–¿Se habrá muerto la piba?

–No sé.

Mientras tanto, su madre, que también escuchó los gritos de los vecinos, le explicaba a su hija que, si acaso su padre quería verla, ella debía tener cuidado porque, aseguraba, ya era una mujer. La niña, para peor, entendió: y se puso a llorar.