miércoles, 16 de noviembre de 2011

Un cuento de Mey, Luis Mey



Mey se acerca, y sus libros ya están yendo y viniendo por La Rioja. Sus cuentos andan por ahí también, en Facebook y en otros sitios. A nosotros nos gustó este para hoy, y se lo robamos. Que lo disfruten.












El tiempo que queda para entendernos
de Luis Mey

La mañana de su décimo sexto cumpleaños comenzó como el anterior: sin torta, sin regalos, confundido –superando aquello la circunstancia de la edad– y sorprendido. Su madre, Silvina, lo despertó con agua sobre la cara. Apoyadita. Era igual que tirarla, pero no. Duraba más el vaso.

–A la antigua –le dijo.

Eran las diez de la mañana. Sol. Perros que peleaban. Alguien que pedía silencio más allá de la medianera. Le vació hasta la última gota.

–¿Pasó algo? –Juan, atento al miedo de todos los días, se secó la cara con la sábana y se levantó. Mientras antes terminara el suceso, más rápido podría ser menos infeliz, pensaba.

–Andá a hacer mandados. Tomá la lista. Al jamón, miralo. La verdura, y hacelo, decile que es para mí, que sino te caga el boliviano.

–Sí, ma.

–Y –aquí la sorpresa para Juan–, por favor, no me compres toallitas.

Eso terminó de despertarlo. Ni siquiera se animó a tomar el desayuno. Fue directo en busca de su patineta y no la encontró.

–Ma, ¿dónde está mi patineta?

–La rompí. Ya es tiempo de que te comportes como el hombre de la casa. Si no te gusta, te podés ir con tu padre, si es que lo encontrás. Andá a hacer las compras, carajo. Son más de las diez.

Juan se peinó con la vergüenza de siempre: dieciséis años y entradas por toda la cabeza. La chica del sábado que le rompió el corazón le había dicho a su amigo: me gusta el pelado. Y él, de ningún modo, se sentía pelado. Más tarde, la chica que le rompió el corazón le dijo a Juan, después de besarlo un rato: me gusta tu amigo. Y se fue con el amigo.

–¿Puedo comprar mayonesa?

–Hacé lo que quieras, si te alcanza. Si no te alcanza, lo llamás a tu padre y le pedís más plata. Si lo encontrás. Fijate en Brasil, capaz. Le gustaban las negras… No es problema mío. Ya sos un hombre. Fijate. Al fin y al cabo, ¿Qué soy? ¿La boluda?

Se puso la campera y salió. Había creído que era un día soleado, pero una nube pasó como un colectivo secuestrado y le bañó la cara con el viento de agosto y el agua de Santa Rosa. Dio unos pasos, entró en su casa y tocó la puerta.

–Pasá –dijo su madre–. Agarrá el paraguas.

Su hermana Guillermina, de once años, chillaba desde el fondo de la casa.

–Ahí la tenés a la otra. Andá.

–¡Ma! ¡Ayuda! ¡Ayuda, urgente!

Pero corrieron los dos. Juan quiso entrar primero pero Silvina lo agarró de los pelos.

–¡Es el cuarto de una señorita!

Juan se quedó tocándose la cabeza. Le aterró la idea de que el pelo arrancado por su madre no volviera a crecer. Ya no había, desde la separación –nueve años y seis meses–, fotos del padre. Desconocía si él, tal vez, había perdido el pelo y si le esperaba el mismo destino.

–Escuchame –dijo Silvina unos minutos después. Salió pálida del cuarto de su hija.

–Me lastimaste la cabeza…

–Hacete hombre de una vez. Mirá: sí, comprá toallitas. Cómo será…

–Me dijiste que no compre…

–¡Bueno, comprá! ¿Sos tarado o estúpido?

–Me gustaría una tercera opción…

–¡Te voy a dar! Hoy te ponés a buscar trabajo –ordenó.

Juan salió corriendo al mercadito de la vuelta. El paraguas roto le marcó el camino del agua hasta su espalda; cuando lo dio vuelta, hacia sus pies. Feliz cumple, se dijo. Y, después de saludar al boliviano de la verdulería de al lado, entró en lo del tano.

–Hola –y le entregó la listita de la madre.

–¿Doscientos de jamón dice acá? –preguntó la mujer del tano, con sus setenta años, atendiendo siempre con la misma falta de visión.

–Sí. Lo de siempre.

–¿Tu viejo? –preguntó.

–Bien. Ahí anda.

La madre, claro, nunca había contado la ida del padre. Y si alguien se llegaba a enterar, Juan sería el culpable de mudarse sin aviso del barrio. Pensaba en dónde estaría su padre, por qué nunca hablaban del suceso –ni siquiera lo había visto partir, y su hermana apenas lo conocía, apenas tenía un recuerdo de una canción de cuna muy particular sobre un oso borracho que cazaba mariposas–, cuando entró el señor Morabia, su vecino.

–Juan –saludó.

–Buen día, señor Morabia.

La señora le juntó el pedido de la lista a Juan y se lanzó sobre el señor Morabia. Juan, que siempre recibía afecto de parte de la señora del mercadito, se quedó esperando el saludo. Pero no hubo, y tuvo que escuchar lo siguiente:

–¿Cómo está la nena?

–Ya está en casa. La estamos disfrutando el resto que le quede.

–Cualquier cosa, Morabia…

–Estamos bien. Ella está contenta. Es raro todo…

–Me siento tan impotente… Todos la vimos crecer…

Se quedaron parados y miraron, entonces, a Juan, que ahí estaba: quieto, petrificado.

–Andá, Juancito. Andá, querido. ¿Faltó algo?

Juan miró la bolsa y el vuelto.

–Mayonesa y toallitas.

Le tiró un paquete de cada cosa en la bolsa y lo empujó a irse. Tenía que hablar de ciertas cosas con el señor Morabia quien, al paso, le revolvió los pelos y le dejó el saludo de siempre: que Dios te bendiga. Cuando volvió y dejó las cosas, la madre vació la bolsa sobre la mesa y corrió al cuarto de la hermana con el paquete de toallitas.

–¡Guillermina! Te voy a enseñar…

–¿Ahora me vas a enseñar…? –reclamó la nena.

–No le grites a tu madre. Escuchame bien que es una boludez. Ya sos una mujer, che.

Su hermana lloraba y su madre, temblando nerviosa, cerró con un portazo. La nota aguda en sus oídos le recordó a Juan que tenía todo el día por delante y, si tenía suerte, su madre no se acordaría de hacerlo buscar trabajo. Salió al jardín para saludar a su perro y lo encontró mordiendo una rueda de su vieja patineta. Le quitó un cigarrillo a su madre y corrió a su habitación. Era su primer cigarrillo. Estaba dispuesto a hacerse hombre.

Cuando el señor Morabia volvió a su casa, su esposa, Leticia, lo tomó del brazo en la puerta, asustada y apurada y lo arrastró hasta la cocina.

–Ricardo, recemos. Te lo pido.

–Leticia, ¿qué pasó? No me digas…

–No. Está bien. Pero no subas. No te puedo contar lo que la encontré…

–¿Pero está bien?

–¡Sí! Está bien. Muy bien. Pero recemos.

–¿Qué pasó?

–¡Dame un padrenuestro, nada más, carajo!

–Está bien.

Rezaron un padrenuestro tomados de la mano y después Ricardo insistió.

–No me asustes más así. Decime qué viste.

–Cosas de chicas. Chicas de ahora. La agarré… Y yo que subí con la sopa y las pastillas y se me fue todo al piso. ¡Y ella como si nada, Ricardo!

–No quiero saber. Pero ya me dijiste…

–Y otra cosa…

–Sí, mi amor.

–Hoy ovulo. ¿Qué hacemos?

–Ya te dije. Es… enfermo… con Soledad como está…

–No me quedan muchos años, te ruego…

–No me pidas…

Soledad gritó desde su cuarto. Corrieron los dos nerviosos –los últimos seis meses habían sido iguales, corriendo, llorando y corriendo más, preparados para recibir noticias, pero nunca preparados para masticarlas– y subieron trastabillando la escalera que alguna vez había estado encerada y hacía patinar a cualquier desprevenido.

–Papá, mamá…

–Nena…

–Mamá. Ya viste. Perdón por el susto.

–Te perdono. Vos rezá. Haceme el favor.

–No voy a rezar. Decidí hacerles un pedido. Quizá el último pedido. Uno mío. Y lo quiero.

–Decinos. Lo que quieras…

Lo dijo, la madre se desmayó y el padre escupió: “Justo a Juan, mirá vos: hoy lo vi en lo de los tanos”.

Sonó el teléfono y Silvina le pidió a los gritos que atienda. Juan bajó corriendo.

–¿Juan? –preguntó una voz.

–Sí. ¿Quién habla? Mi mamá está ocupada –dijo. La voz se rió.

–Juan, soy tu padre. Llamaba para desearte feliz cumpleaños.

Juan empezó a llorar mudo.

–Gracias, pa –intentó ser natural, pero le dolió solamente intentarlo y que saliera su llanto en un tubo de teléfono.

–Estoy cerca, ¿sabés? Bah, a un par de horas. Ojalá tengas ganas de verme, ¿sabés? Ahora puedo ir. Ya me lo dijo el abogado. Tu madre no me puede impedir más verlos a ustedes. Me gustaría que atiendas vos cuando suene, ¿sabés?

–Sí, papá.

Su madre, de repente, agarró el teléfono. Le pegó un manotazo que le dejó la oreja rosa por un par de días. Cubriendo el auricular, le dijo a Juan:

–¿Es tu padre? Andá para allá.

–No.

–¡Andá para allá!

Lo insultó, le reclamó, se calmó y, de repente, se enfureció un segundo, o menos, y entonces se puso a llorar a gritos y a decirle que no era cierto, no ahora. Le dijo que su hija, justo ese día, ya podía ser madre, si quería. Y que, casi como si lo hubiera calculado, ella, Silvina, ya no podría. Podría adoptar los que dejaste tirados por el mundo, sugirió, y se rió y lo insultó y volvió a llorar.

–Tomá. Hablá con tu padre. Recordale la deuda.

–Papá, hola. Me dice mamá que te recuerde la deuda.

–Hola, Juan –y se rió–. Dejá que en eso estoy en regla, ella lo sabe. ‘Cuchame: vas a tener un hermanito. Uno de estos días te llamo y arreglamos y te cuento. Vamos, Juancito, eh. Sos un hombre.

–Sí, hoy empecé a fumar.

El padre dijo algunas cosas, confundido, y cortaron.

–¿Viste? Vas a ser tío, casi. Un hermanito chiquitito ahora que sos grande. Y yo, justito, hoy ya sé que no… Y tu hermana, justito, también…

–No entiendo…

Sonó el timbre. La madre miró por la ventana del costado y vio parado y rascándose la cabeza a su vecino, el santurrón, el señor Morabia.

–Es tu vecino. No sé qué quiere. Traeme una servilleta que me limpio la cara. Es por culpa de él, para que sepas, que no puedo hablar de mi separación. Por iglesiero, para que no me digan la divorciada. Esos son así…

Le alcanzó el repasador sucio de la cocina y Silvina se lo pasó por la cara. Pensó en voz alta, respiró profundo, abrió el cajón de living y revolvió hasta encontrar una caja rota con maquillaje. Juan siempre descubría maquillaje viejo por toda la casa.

–Te quedás acá adentro –ordenó. Y salió–. Señor Morabia, ¿lo puedo ayudar en algo?

–No quiero interrumpir sus tareas, Silvina…

–¡No! No, para nada. ¿Quiere pasar?

Juan conocía a su madre y entendía que aquello había sido una pregunta retórica, pero el señor Morabia comentó que era justo lo que necesitaba. Era un tema sensible, avisó. Pasó y Silvina, apurada, levantó las cortinas siempre bajas, arregló la mesa ratona y mandó a Juan a sacar las tazas de té. Juan encontró una taza de Superman y otra de Hello Kitty. Esas eran las tazas de té, al menos para él. Su madre se acercó y vio la tarea.

–¿Sos tarado o estúpido?

–Me dijiste…

La madre chistó y sacó el otro juego de tazas. Se acercó al vecino y se quedaron conversando. Juan tomó otro cigarrillo y, entre pitadas en el jardín, le quemó las garrapatas con la brasa a su perro que, furioso, le arrancó parte de su pulóver favorito con el segundo tarascón.

Al rato, la madre lo llamó.

–Juan. Hoy es un día… complicado… Sentate. Tenemos que hablar. Yo te avisé: hoy te hacés hombre, te guste o no.

–¿Y el señor Morabia?

–Ya lo vas a ver.

En la casa de al lado, mientras tanto, Morabia subía las escaleras para hablar con su hija. La madre seguía atacada. Había tomado unas pastillas, pero aún no hacían efecto. No quiso, de todos modos, moverse de su cama. Su hija enferma ya no podía ser la prioridad: a no ser, gritaba, que quisiera que se fuera con ella.

–Hablé con la madre, corazón –dijo el padre.

–Lo que quiero saber, papá, es si me entendiste.

–No entiendo nada. Quiero creer que es tu vida.

–Tengo catorce años, papá. Y… si tuviera más tiempo.

–Eso es lo que me cuesta entender.

La abrazó y lloró. Su madre lloraba, también. Lejos. En otro cuarto. Pero lejos.

–Yo la entiendo a mamá, pa.

–Yo no. Pero nos queda tiempo para entendernos. A vos no.

–Y que sea así de religiosa…

–Ya se le va a pasar.

–Dale otro hijo, pa. Todavía pueden. Yo los escuché.

El padre la miró y volvió a llorar.

Su amigo del colegio –que había dejado pocos meses atrás– lo llamó a primera hora de la tarde. Volvía a llover. Volvía a parar. Se mantuvo nublado siempre que paró. Así habían sido todos sus cumpleaños.

–¿Y qué te regalaron, pibe?

–Nada. Te tengo que contar algo.

–Contá. A ver si pasa algo interesante en tu puta vida.

–Hoy la pongo.

–¿Cómo sabés? ¿Vas a una puta?

–No. Mirá. No entiendo. Vino el vecino. Tiene una hija de catorce años. Se sentó con mi vieja y le pidió que la hiciera debutar. Así de fácil.

–¿Cuál es la trampa?

–Ninguna. Y está buenísima.

–Claro. Ninguna…

–¡Ninguna! Voy, subo, la pongo y me vuelvo.

–¿Y eso?

–Hoy. A las siete.

–¿Te vas a aguantar la paja?

–No sé.

Morabia le había contado a la madre de Juan. La madre de Juan sintió un profundo vuelco en su corazón y decidió no contarle a su hijo la razón del pedido de su vecino. Lo mandó y volvió a bajar las cortinas, como antes, como siempre. Ahora tenía que pensar en su instante: su hija menor empezaba a usar toallitas justo en ese tiempo, justo cuando ella dejaba de usarlas. Y su ex marido iba a ser padre. Podía hablar con el abogado, sólo que, entre visiones de lo suyo, al lado –inevitablemente– una chica de catorce años estaba muriéndose. Tiró el paquete de toallitas contra la pared. Lo vio rebotar, caer al piso y picar un par de veces. Pensó en reventar la tasa de Hello Kitty, pero tenía menos sentido que todo lo que había hecho hasta ese día. A la hora señalada, mandó a su hijo a la casa del vecino. Juan fue. Ella se quedó fumando sin pensar en la comida para la cena. No tenía sentido.

Por la noche, Juan llamó a su amigo nuevamente.

–¿Y? –preguntó el amigo.

–La puse.

–¿En serio? Hijo de puta. ¿Cómo fue?

–Nada. Llegué, hablé con los padres, después con la piba, cerramos la puerta y ella, te juro, casi hizo todo sola.

–¿Y ahora? ¿Te la vas a seguir cogiendo?

–No. Creo que se está muriendo –susurró–, pero nadie me lo quiso decir.

–¿No tiene catorce años? Mierda…

–Sí. Mejor que no me lo dijeron. Sino me iban a pedir… no sé… alguna reflexión.

–Pero la pusiste…

–Sí. Es lo importante, ¿no? Y me llamó mi viejo hoy.

–¿Tu viejo? ¿Apareció?

–Sí. Le voy a pedir guita cuando lo vea.

–Plata, garche…

–Todo junto. Che, pará… escucho gritos de la casa de al lado.

–¿Se habrá muerto la piba?

–No sé.

Mientras tanto, su madre, que también escuchó los gritos de los vecinos, le explicaba a su hija que, si acaso su padre quería verla, ella debía tener cuidado porque, aseguraba, ya era una mujer. La niña, para peor, entendió: y se puso a llorar.

martes, 18 de octubre de 2011

Luis Mey, y Factotum en La Rioja


Hay algo tan lindo como descubrir buenos libros y buenos autores, y es descubrir buenas editoriales. Bajo el lema "Realismo, dinámica y humor en la nueva narrativa latinoamericana", Factotum nace y vive, actualmente con seis títulos. Uno de ellos es "Las garras del niño inútil", de Luis Mey.
Luis Mey, además de tener biografía de escritor, tiene una tarea familiar. Es librero. Y nada menos que en el El Ateneo, una de las librerías más hermosas del catálogo mundial de librerías hermosas.
En diciembre, exáctamente el 2 de diciembre, a las 20 horas, vamos a charlar con él. Parece que queda lejos, pero siempre falta tiempo para conocer autores que vienen con sus novelas en sus editoriales nuevas. Además viene con sorpresa, y se llama Andrea Stefanoni, una de las creadoras de Factotum, nada menos que la gerente de El Ateneo.
Ni hablar de nuestra felicidad.



Entren, miren, es todo lindo.

viernes, 7 de octubre de 2011

Viernes de novedades de Sudamericana

Como cada primera semana de mes, o por ahí, las cajas invaden Rayuela. Pasamos lista de algunos títulos nuevos para que se enteren. Como siempre, vamos a esperar que vengan, vean y lean el resto, por ustedes mismos.

"Confesiones de un joven novelista", de Umberto Eco, $ 75.

Comentario: Empecemos por el título: ¿por qué Confesiones de un Joven Novelista si el eximio profesor está a punto de cumplir los ochenta años? Pues porque su estreno como narrador se remonta a 1980 y, por lo tanto, Umberto Eco puede permitirse el lujo de hablar de juventud en estos menesteres y comentar además que le quedan unos cincuenta años de carrera# Así empieza este texto de ensayos, donde Eco cuenta cómo se acercó a la ficción siendo ya un reconocido ensayista, cómo prepara cada una de sus novelas antes de ponerse a escribir, cómo crea sus personajes y la realidad que los rodea. Luego también nos hablará de la buscada ambigüedad en que el escritor se mantiene a veces para que sus lectores se sientan libres de seguir su propio camino en la interpretación de un texto. Y de la ambigüedad pasamos a la definición de los personajes de una novela y a la capacidad de un escritor para manipular las emociones del lector. ¿Por qué en general no lloramos si un amigo nos cuenta que la novia lo ha dejado y en cambio muchos nos emocionamos al leer el episodio de la muerte de Anna Karenina? Como broche final, una reflexión sobre la pasión de Eco por las listas, que explica su peculiar manera de ver el mundo. Todo en este delicioso texto son preguntas que Eco plantea y respuestas ingeniosas que él mismo propone, con ese aire socarrón que lo distingue y convierte cada anécdota en una lección de vida.

"A brillar, mi amor" (edición ampliada y definitiva), de Jorge Boimvaser, $ 79.

Comentario: "El sueño del hombre es un mito individual. El mito es un sueño colectivo." Joseph Campbell Los Redondos se han convertido en un sueño colectivo que nada ni nadie lo puede parar. Una década después de su última presentación, Los Redondos siguen siendo en una banda símbolo; venden más que antes, en lugar de ser olvidados producen un fenómeno casi religioso que se multiplica una y mil veces. Sin publicidad, sólo con el recurso del boca a boca, las nuevas camadas de seguidores ya comienzan desde niños a escucharlos y adoptar las frases de los temas como dogmas. Chicos que escucharon desde el vientre materno a Los Redondos hoy piden ir con sus padres a las misas paganas del Indio Solari y Skay. A brillar, mi amor se ha transformado en un libro de culto. Boimvaser es uno de los más antiguos seguidores del grupo, conoce el fenómeno ricotero porque es parte de él. Esta es una nueva edición ampliada, donde el autor rescata la religiosidad del fuego sagrado (el que nunca se apaga) y tamiza el relato jugando con una suerte de psicoanálisis mitológico aplicado a reflejar la historia de la banda y de sus solistas.


"1982", de Juan Bautista Jofre, $ 99.

Comentario: El presidente militar argentino jamás imaginó que 1982 iba a convertirse, por la vía de la aventura de Malvinas, en el año que cambiaría para siempre la historia de las últimas décadas. Galtieri -lo mismo que el resto de la Junta Militar- pensaba que los ingleses jamás iban a mandar su flota, que los norteamericanos se alinearían con Buenos Aires, que las islas volverían a tener por siempre la bandera celeste y blanca y, básicamente, que la guerra de Malvinas le iba a garantizar a los militares gobernar el país hasta 1989. Se equivocó en todo. A través del análisis de un gran número de documentos reservados del Proceso (la totalidad de los papeles de la Cancillería y la "Memoria" realizada por la Junta Militar), 1982, el nuevo libro de Juan Bautista Yofre, revela la guerra y sus laberintos políticos y diplomáticos como jamás se habían mostrado. Su relato se basa en una tarea de investigación notable, para la que el autor no contó con ayuda oficial de ninguna índole. Yofre vuelve a trabajar sobre información "dura" para llegar a una serie de conclusiones que, a treinta años del conflicto, están llamadas a cambiar la perspectiva que hasta hoy se tenía acerca de Malvinas, sus causas y sus consecuencias. "Conozco a la Señora Thatcher y sé que es muy decidida, contestará todo acto de fuerza con más fuerza. (...) Le pediría a mi vicepresidente que viaje y trate de arreglar esta situación, pero por favor eviten el conflicto." Ronald Reagan "Le agradezco pero es tarde, los hechos están lanzados." Leopoldo Fortunato Galtieri.


"Y Porã", de Gloria Casañas, $ 99.

Comentario: La sangre de cuatro pueblos tiñe de rojo las aguas de los grandes ríos. La Guerra de la Triple Alianza extiende un manto de tragedia sobre la cuenca del Plata y deja profundas huellas en el suelo guaraní. En ese temible escenario, por donde desfilan desde Bartolomé Mitre y Francisco Solano López hasta futuros presidentes, como Carlos Pellegrini, artistas desconocidos y un gaucho milagrero, como Antonio Gil, las vidas anónimas se vuelven protagonistas. Bautista Garmendia, un hombre manso de la ribera correntina, se ve de pronto arrancado de su aislamiento y empujado a una contienda que lo enfrenta a sus propios fantasmas, sin sospechar el destino que lo aguarda en la trinchera enemiga. Desde la dulce tierra paraguaya, Muriel Núñez Balboa, desafiante en su hermosura, pone en tela de juicio todo lo que Bautista juzga correcto. Ambos se verán sacudidos por un amor prohibido que trasciende las fronteras. La guerra es el gran personaje de esta novela, y ella removerá sin piedad las entrañas de otros hombres y mujeres que, junto a Bautista y Muriel, también se debatirán entre la intriga, las pasiones, la traición y el heroísmo. ¿Puede haber amor en medio del espanto? Es la gran pregunta que todos los protagonistas de esta historia tendrán que responder por sí mismos, cada uno a su manera, antes de que caiga el telón de la última batalla.

Otros títulos:

-"Nueve meses sin censura", de Gisela Marziotta, $ 69.
-"Velcro y yo", de Martín Rejman, $ 65.
-"Qué animales somos como padres", de Flavia Tomaello, $ 69.
-"k letra bárbara", de Orlando Barone, $ 65.

Entre otros...

Adelante, pasen.

martes, 4 de octubre de 2011

Sylvia Iparraguirre por casa en Octubre


"Pueden llover mil grullas" en Octubre se materializa con una autora que seguro nos queda grande. Para asegurarnos, le pedimos que venga, y para nuestra sorpresa, ¡aceptó!

Sylvia Iparraguirre nació en Junín, Buenos Aires, en julio de 1947. Es egresada de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, lugar donde trabaja desde hace
muchos años. Formó parte de la revista literaria El Escarabajo de Oro y fue cofundadora de la publicación que la continuó: El Ornitorrinco. Publicó tres libros de cuentos:
En el invierno de las ciudades (1988, Primer Premio Municipal de Literatura), Probables lluvias por la noche (1993) y El país del viento (Alfaguara, 2003), que fueron reunidos en el volumen Narrativa breve (Alfaguara, 2006), y el ensayo Tierra del Fuego, una biografía del fin del mundo (2000, Premio Eikon 2001). Es autora de las novelas El Parque (1996; Alfaguara, 2004), La tierra del fuego (Alfaguara, 1998), que obtuvo un resonante éxito de crítica y ventas, y El muchacho de los senos de goma (Alfaguara, 2007). Fue traducida al inglés, francés, alemán, italiano, holandés y portugués, y recibió el Premio de la Crítica a la mejor novela (XXV Feria del Libro de Buenos Aires, 1999), el Premio Club de los XIII y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz (México, 1999). En diciembre de 2010 publicó por Alfaguara "La Orfandad" .
La orfandad es la entrañable historia de amor de dos seres solitarios, pero es además el relato de los modos de relación propios de un pueblo rural que deja oír las voces de sus habitantes y el imperioso rumor de los cambios que trae el avance del siglo.


Comentario: En 1926, un convicto llega a San Alfonso a cumplir su condena; una chica vive allí la incógnita de su historia. Sonia R
eus y Bautista Pissano recorren caminos distintos que terminarán confluyendo en las calles de San Alfonso: la causa anarquista marca la vida de Pissano; la carencia y la búsqueda, la de Sonia. La orfandad es la entrañable historia
de amor de dos seres solitarios, pero es además el relato de los modos de relación propios de un pueblo rural que deja oír las voces
de sus habitantes –un universo de personajes visibles y anónimos, con sus peripecias y sus sencillas mitologías– y el imperioso rumor de los cambios que trae el avance del siglo. Esta notable novela recupera la pasión por narrar un mundo que sigue siendo el nuestro: una Argentina interior, donde se gestaron las realidades y los mitos que acompañarían nuestra historia contemporánea. Explorando la dimensión política en lo hondo de los personajes, este nuevo relato de la autora de La tierra del fuego muestra cómo el amor puede transmutar la pérdida, el abandono o la opresión. Y confirma el lugar privilegiado que entre nuestros narradores ocupa Sylvia Iparraguirre, quien nos entrega en este libro una de las más conmovedoras y hermosas historias de amor de la literatura argentina.


Para agendar: Viernes 28, 20 horas, gratis, en San Nicolás de Bari 667, subiendo las escaleras.

Para chusmear un poco más sobre ella, que además de todas las cosas maravillosas que hace, consiguió el amor de nuestro adorado Abelardo Castillo, tiene su página oficial: